Moscú, 2 de octubre, RIA Novosti, Anastasía Gríschenko. "Panecillo con canela", dijo una mujer que junto con otro público fue el 30 de septiembre al Palacio del Kremlin de Moscú a ver a Joaquín Cortés, famoso bailarín flamenco. "La canela añade dulzura al panecillo, pero siempre la echan muy poca, igualmente vimos poco Cortés en esa actuación", explicó.
"El mejor bailarín del flamenco en el mundo" fue esperado con impaciencia en Rusia. Las entradas no eran de las baratas, pero sus admiradores no escatimaron dinero. La prensa le dedicaba muchos espacios en espera de su nueva actuación. El público llegó al Palacio del Kremlin para ver un vistoso show. Pero el "amante latino", que supuestamente vuelve locas a todas las mujeres del mundo, lo decepcionó.
En el espectáculo "Mi soledad", de una hora y media de duración, el bailarín, al perecer, quería ofrecer 
algo conceptual, mostrar el carácter singular de su identidad artística. Según organizadores de la gira, Cortés siempre exige que su camarín tenga paredes revestidas con tela blanca, esté adornado con flores blancas y velas. Tal ambiente le permite reconcentrase mejor en la actuación, afirman ellos.
El espectáculo, igual que los anteriores que da Cortés, no tiene trama. El público entendía poco de lo que pasaba en el escenario: en vez del baile, tuvo que contemplar una agonía, en la que había poco de flamenco. Es de reconocer que en el show se dedicó mucha - quizás demasiada - atención a la música. Pero los espectadores llegaron a ver el baile, pero no a escuchar la música, aunque ésta era muy hermosa y se interpretaba con gran maestría.
Cortés a menudo se hacía esperar, hubo paúses injustificadas. Daba la impresión de que el bailarín se sentía cansado, vino para ganar dinero e irse. Tan sólo en la parte final del show él interpretó brillantemente bulerías, tangos y zambra.
Este es el tercer espectáculo en el repertorio de Cortés, los primeros dos se llaman "Pasión Gitana" y "Live". En el show ofrecido en Moscú no hubo comparsa, no se instalaron pantallas grandes. Los trajes, creados por el famoso diseñador Jean-Paul Gaultier, representaban en sí unos jeens con agujeros en las rodillas, abrigo largo y camisa de seda negra. La iluminación hacía las veces de un decorado inmaterial, teñía el escenario de tonos ora purpúreos ora índigo.
Al asistir a un espectáculo, la persona de costumbre sale animada, pero aquella noche los móscovitas no sintieron contagiarse con la energía del artista que actuó ante ellos.
