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Los rusos saben cómo arreglárselas con un poder represivo. Novie Izvestia

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Las reformas en la Rusia de hoy perdieron sentido, constata el sociólogo Lev Gudkov, director del Centro Levada. Los más diversos sectores de la sociedad rusa habían esperado una política de reformas en los albores de la época putiniana pero la nueva coyuntura económica global puso por las nubes los precios del petróleo, y por tanto, los ingresos de Rusia, de modo que el Gobierno redujo a un mínimo el proceso de cambios en todas las asignaturas.

Los rusos ya no saben qué clase de expectativas cabría cifrar en las reformas, así que simplemente esperan que la situación actual se prolongue por algún tiempo más y que no haya altibajos fuertes.

Hasta cierto grado, la gente deplora la futura retirada de Putin pero tampoco cree que sea el fin del mundo. Una mayoría aplastante piensa que el sucesor va a continuar la misma línea, sin cambios drásticos.

Rusia empieza a ponerse de espaldas al mundo exterior. Incapaz de formular nuevas ideas políticas y nacionales, el Gobierno se ve obligado a explotar los antiguos complejos imperiales de gran potencia y practicar una política de fuerza en relación con los vecinos inmediatos y a escala internacional en general. El hecho suscita entre la gente los sentimientos de satisfacción enorme y orgullo nacional. A corto plazo, semejante actuación no implica problemas graves pero, si nada cambia, Rusia irá degenerando a la larga en un país periférico, estancado y discapacitado para modernizarse. En un país de tercera categoría.

La población rusa ya está adaptada a los cambios, acostumbrada al régimen - léase, a las arbitrariedades -  y no se hace demasiadas ilusiones con respecto al poder. Todo ello genera cierta sensación de espacio previsible en lo político y en lo social.

El futuro parece hermético e incomprensible porque la gente es incapaz de construir su vida por cuenta propia, sin confiar en nadie más. Igual que en las épocas pasadas, los rusos ponen sus expectativas en el poder y esperan que sea algo más moderado y predecible, menos proclive al latrocinio y al engaño. Así se quedan con la sensación de paz y estabilidad.

Habituada a un poder represivo que vive gracias a la explotación de la gente, la sociedad rusa ha aprendido el arte de la hipocresía, sabe adaptarse al régimen y sabe engañarlo. Ha aprendido a demostrarle la lealtad y el consentimiento, más que a creerle.  

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