ALEGRÍAS DE UN TOQUE DE BATÁ

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David Horta Pimentel

 

El libro Nicoco, el tamborero (Premio del Concurso Chicuelo 2005, incluido ese mismo año en la colección homónima de Ediciones Loynaz) es la ópera prima publicada de la poetisa y narradora Marcia Jiménez Arce, quien de este modo suma un título a la fértil producción de la literatura cubana para niños y jóvenes, la cual ya cuenta en Pinar del Río con antecedentes tan notables como los de Nersys Felipe, René Valdés o Nelson Simón.

Su historia nos trae reminiscencias de una época lejana, cuando en Cuba todavía se escuchaba el lamento de los esclavos, el chasquear de sus carnes bajo el látigo cruel del mayoral y el sudor azucarado que rezumaban sus espaldas bajo el sol implacable de las plantaciones. Allí se forja la leyenda de un niño negro que, movido por la pasión que en él suscita la música y la necesidad de develar sus orígenes, emprende un largo camino para cumplir tres grandes sueños: tener un tambor auténtico, encontrar a sus padres, acimarronados en el palenque de la soledad, y devolver la alegría al ingenio.

A través del ritmo alegre y pegajoso del tamborilear incesante de Nicoco, la autora parece decirnos: la música está en nosotros como en las cosas y es una fuerza sobrehumana, porque, viniendo de nosotros mismos, nos impele a crecer y aún nos trasciende. Así, se dice en otra parte, cuando el alma abandona el cuerpo, mucho antes de que este se convierta en polvo y fuego fatuo, se expande y es como una música en fuga, que se dilata luego para depositarse, una vez más, en nosotros y en las cosas, de modo que ya no nos abandona nunca.

Para comprender el regocijo de todos los dioses y hombres ante la creación y para saber apreciar el inmenso valor que también reside en lo pequeño, lo esencial es entonces saber escuchar, atentamente, todo el diapasón por donde se filtra el universo sonoro. Nicoco, el niño tamborero, que lo intuye, presta mucha atención a los acordes que pulsan los grillos en el monte, el silbo ahuecado del curujey, el crujir de las ramas en el bamboleo del viento o el zumbido mimoso del panal, porque en ellos también hay armonía y gozo. Tal es el amor reverencial que las culturas de origen afrocubano sienten por la naturaleza, el reino de Osaín. Es la razón por la que Ewé, el monte y Aña, el dios que vive en el tambor, le conceden al niño un precioso tambor de ébano y cuero, con la advertencia de que debe tocarlo con sinceridad, pues solo así prodigará alegría a los corazones y encontrará su propia felicidad. De esta manera Nicoco sale al mundo a curar con su flamante instrumento y la dulzura de su oñi (miel) las penas  y los dolores de la gente, y se convierte en Olubatá, el sabio que conoce los secretos del tambor,  presente en todos los bembés.

Como también sucede en libros como Muna y Cuentos de Balbina dedos de palo, de Pedro Fonte, por citar otro autor coterráneo, al construir su maravillosa fábula Marcia Jiménez nos ilustra todo el saber moral y mitológico presentes en la oralidad afrocubana. Ella se acerca con sed propia a una fuente abundosa de imaginería de la que, a pesar de algunas notables excepciones, bebe aún escasamente nuestra literatura infantil, quizás por desconocimiento o por el temor al riesgo de caer en cierto folclorismo estéril o retórica negrista, común denominador que ha marcado desafortunadamente una parte de la literatura que se nutre de estos referentes culturales. Entreverada en todo ese mundo pleno de sortilegios, soluciones inverosímiles  y poderes fabulosos, la historia de Nicoco... (que tanto nos recuerda la de los Ibeyis, los gemelos que vencieron al diablo con la magia de otro célebre tambor) expone preceptos antiquísimos que es necesario evocar en estos tiempos sin brújula: es más meritorio el triunfo cuando se alcanza con el crédito de la bondad, la libertad, el amor y el respeto al prójimo, la perseverancia en la consecución de nuestros propios sueños y la búsqueda incesante de las raíces, que es la búsqueda del conocimiento de si mismo.

Por otra parte se puede decir, a tono con el argumento, que en Nicoco, el tamborero la música es también el "telón de fondo" estilístico, la clave dominante en que se transcribe el lenguaje utilizado por la autora a todo lo largo del texto. El uso de verbos, sustantivos, adjetivos y onomatopeyas de singular sonoridad, así como el tempo cadencioso del fraseo, logran que en la lectura de ciertos pasajes se registre esa grata música interna de la palabra, de tan difícil aprehensión. Es entonces cuando una de las alegorías del cuento toma cuerpo en la experiencia del lector: el "tucutucupá...tucutucupá" del tambor mágico de Nicoco armoniza con el latir del corazón. A esa sinfonía se va integrando la inflexión africana del español pésimamente mascullado, como por rebelión silenciosa, por Taita y Ña Tomasa, el jolgorio del batey, los ruidos de la noche y algunos vocablos ya familiares que, junto a los nombres melodiosos de las deidades, nos traen ese regusto a lengua inmemorial de tribus libres en un África remota.

Sin embargo, hay que señalar que el libro se resiente de algunos pasajes que resultan en exceso descriptivos, lo cual redunda eventualmente en una dilatación e incluso ausencia de la dinámica que proveen las acciones, con parágrafos y expresiones cuya arquitectura gramatical y sentido manifiestan un nivel de complejidad y abstracción a mi juicio inmoderado, al menos para el público infantil. No obstante, todas las virtudes expuestas más arriba, hacen que en general la lectura de Nicoco, el tamborero sea muy placentera y edificante.

Por último, la impresión del volumen, modesta pero cuidada, ostenta las encantadoras ilustraciones a las que nos tiene acostumbrados Néstor Montes de Oca, proporcionándole un muy digno acabado y convirtiéndole en un bello producto literario. Si algo quisiera concluir es que Marcia Jiménez Arce demuestra ya en este, su primer libro, un talento y una sensibilidad naturales para el género, los cuales, según hoy puedo vaticinar, se irán acentuando con oficio y esa misma perseverancia con que nos seduce hoy su Olubatá.

Publicado en CubaLiteraria

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