Las elecciones de medio término (midterm) —llamadas así porque se producen justo en la mitad del mandato presidencial— se han ajustado a los pronósticos de las encuestadoras, que adelantaban un correctivo para el Partido Republicano.
Al jefe de Estado se le ha acabado la luna de miel. Le espera pasar algún mal trago, porque lo primero que van a hacer los nuevos congresistas es pedir que se haga pública su misteriosa declaración de la renta —que hasta ahora parece más bien un secreto oficial— y abrir una investigación para aclarar un posible conflicto de intereses.
Trump sigue controlando algunos de sus negocios privados y podría haber recibido algún regalo extranjero, circunstancia que está prohibida por las leyes estadounidenses.
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Mucho dependerá de las conclusiones que salgan del informe del fiscal especial y exdirector del FBI, Robert Mueller, quien está investigando la presunta interferencia de Rusia en las elecciones presidenciales de 2016 y varios casos de corrupción y obstrucción de la justicia de Trump y su campaña electoral.
La derrota del presidente no supone una debacle para su porvenir. Le ha salvado la Cámara Alta, donde los republicanos han afianzado sus posiciones al ganar dos escaños con respecto a 2016 y tener asegurados 51 de los 100 totales. Eso hace imposible que prospere una moción de impeachment o juicio político. ¿Por qué? Porque los demócratas necesitarían los votos de los dos tercios de los senadores —67— para que prosperara una moción tan contundente como la que sufrió Bill Clinton en 1998, a punto de ser destituido. La mayoría en el Senado también le permitirá a Trump seguir nombrando jueces al Tribunal Supremo y aprobar sanciones económicas contra Rusia e Irán.
En cualquier caso, el histriónico presidente sigue viviendo en una realidad paralela. Cuando ya estaban claras las cifras, el presidente publicó un tuit que calificaba lo sucedido de "tremendo éxito". Un comentario excesivo, ya habitual dentro de su narrativa.
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En definitiva, ganó el enfado al miedo. Y eso que Trump no se cansó de azotar el fantasma del temor y el alarmismo. En Montana, por ejemplo, llegó a decir que los demócratas "quieren imponer el socialismo en EEUU". La buena marcha de la economía (con poco paro y crecimiento sostenido) tampoco fue decisiva en la decisión final de los votantes.
La estadística también tenía algo que decir. En 35 de las 38 elecciones legislativas de este tipo celebradas desde 1865, tras la Guerra de Secesión, el partido del presidente siempre había perdido escaños en la Cámara Baja. Las tres excepciones fueron las de Franklin Delano Roosevelt en 1934, Bill Clinton en 1998 y George Bush hijo en 2002. Trump no engrosó esa lista.
La abstención era el monstruo a batir y hasta dos de los rostros más famosos de Hollywood —los actores Leonardo DiCaprio y Brad Pitt— pidieron por televisión a sus compatriotas que acudieran a los colegios electorales, dada la gran expectación que despertó la convocatoria.
Como consecuencia el país está más dividido que antes. La polarización se ha quedado para no marcharse. Las zonas rurales se consolidan como baluarte de las bases trumpistas, pero las ciudades y los suburbios han acentuado su rechazo a los candidatos republicanos. Este hecho esconde una inquietante ruptura social y política.
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¿Se ha complicado entonces la reelección de Trump? No necesariamente. El actual presidente de Estados Unidos podría aprovecharse de la división de sus adversarios demócratas, quienes carecen de un líder sólido, y quedarse así en Washington otros cuatro años más, denunciando el obstruccionismo del Capitolio. Todavía restan dos años hasta los comicios y eso es una eternidad en términos políticos. En todo caso, tampoco es desdeñable considerar el peso de la historia, pues desde el final de la Segunda Guerra Mundial, sólo dos presidentes —el demócrata Jimmy Carter, en 1980, y el republicano George Bush padre, en 1992— perdieron la reelección. ¿Le pasará eso a Trump? Señores, ha comenzado la carrera por la Casa Blanca de 2020.
LA OPINIÓN DEL AUTOR NO COINCIDE NECESARIAMENTE CON LA DE SPUTNIK